jueves, 3 de noviembre de 2016

Día de Muertos

Y esta muñeca es mi favorita, me la regaló el tío Roberto ahora que vino de Estados Unidos, puede hablar y comer y hacer muchas cosas. Ya te dijo mi mamá muchas veces que no debes de fumar abuelito. ¿Cómo que no importa? No, no, lo voy a apagar, además los niños no deben estar donde los adultos fuman, es malo para sus pulmones. No, ni un poquito, además si viene mi mamá nos va a regañar a los dos. −¿Mercedes, qué haces sola hijita? −Estoy hablando con mi abuelito. −No princesa, tu abuelito hace un año que nos dejó ¿lo recuerdas? −Sí mamá, pero aquí está mi abuelito, míralo, ahí agarrando su cigarro. −No nena, eso no es cierto, ven vamos a lavarte los dientes y a acostarte que no es hora de estar despierta. −El abuelo dice que no seas así, que cuando eras niña tú siempre esperabas en aquel sillón a que llegara la abuela ¿te acuerdas? Dice que no importa que este año le hayas puesto tan poquitas flores porque todavía se acuerda de cómo llegar, pero que no te olvides de servir su tequilita y que te tomes uno con él. No pudo contener las lágrimas, al recordar la emoción con que rociaba de flores amarillas el camino que hacía cada año desde la puerta de la calle hasta el altar que su papá le ayudaba a llenar con frutas y comida, las reuniones por las tardes que pasaba con sus tías haciendo papel picado para que los muertos que los iban a visitar estuvieran muy contentos. Se sentó junto a su hija menor, destapando la pequeña botella de tequila que había dejado frente a la fotografía de su padre, mientras llenaba una pequeña copa que dejó en la mesa y sirvió otra que sostuvo en su mano. −Salud −dijo−. −El abuelo dice que se toma despacio, sino se te va a subir rápido. −Cuéntame, qué más dice el abuelo –le dijo con una voz que apenas pudo disimular la emoción que sentía. −Que ya casi es hora de irse, pero que el otro año va a venir puntualito para que puedan brindar. Que también va a traer a la abuela para que la conozca y que no nos olvidemos de ellos. Ah también dice que te quiere mucho. A lo lejos, las campanas de la iglesia empezaron a sonar, un aire gélido entró por la puerta abierta apagando las luces de las veladoras. Abrazó a su hija y con un beso la llevó a tomar los dulces del altar para irse a la cama.

'La isla en el lago' de José Martínez Torres

México Distrito Federal El metro me dejó en Bellas Artes. Camino hasta la esquina de eje central y Juárez. Mientras esperamos el semáforo, una multitud empieza a gestarse entre gritos y motores, amontonándose a ambos lados de la cera con gran alboroto. Se da la luz roja y las personas se abalanzan para cruzar. Por un instante tengo la impresión de que aztecas y españoles se han reencontrado y se lanzan al ataque los unos contra los otros. La vieja Tenochtitlan, la isla en el lago, en plena reconquista de su espacio. Finalmente la multitud que cruzó conmigo llega intacta y se dispersa tan pronto como se creó. Fin de la fantasía. Pienso que si yo fuera el 'General', probablemente las cosas hubieran acabado de la misma manera ¿quién no se siente atraído por las luces de neón de la vieja ciudad de hierro? (esas que se consumen hasta el punto del abandono, pero de quienes se encuentran todavía cadáveres que recuerdan su decadente esplendor). Ahora pienso en que este es el mismo escenario de esa novela. Quiero comprender la sensación de caminar esas inmensas calles, rodeadas de montañas de piedra construida como tributo a una sociedad que puede erigir grandes imperios y dejarlos caer a la vuelta de 3 generaciones de familia ¿verdad general? Leí la novela antes de cruzar por esas calles para lograr evocaciones o encontrar algún guiño del autor. Andando por la calle, siento lo monótono que es para quienes su cotidianidad consiste en cruzar las mismas avenidas para continuar con sus actividades. No hay espacio para la contemplación, o si lo hay, debes buscártelos. Así que sigo avanzando rumbo al zócalo y doy vuelta al norte. Ahí percibo que el escenario de la novela está intacto, ya no son vecindarios, en su mayoría, pero detrás del zócalo, en Santo Domingo, Tepito, la Guerrero, siguen existiendo los mismos viejos edificios que no se derrumbaron en el 85 por puro milagro. En la Guerrero me dejo guiar por una empatía con los personajes de “La isla en el lago” y me quedo en “La Única”, un lugar amplio que recuerda un escenario listo para rodar una película de los años 70. Tomo un par de cervezas mientras los del trío se acercan haciendo escándalo. Mientras trato de organizar mis ideas le concedo la razón al general, uno ya no puede tomar en paz en una cantina, el espectáculo pensado para generar clientela sacrifica la intimidad, rápidamente lleva al hastío y este no se resuelve con otro trago de cerveza. Así que prefiero irme con mis ideas a medias. Ya en el taxi veo que el DF de la novela encapsula un momento preciso, tal como no será de nuevo, cada escena es marcada por la historia, que, una vez salida a la luz, modela la sombra el rostro del mundo. Para Kundera, en su ensayo El telón: Al inventar su novela el novelista descubre un aspecto, hasta entonces desconocido, oculto, de la naturaleza humana, penetrando rápida y sagazmente en la verdadera esencia de todo lo que es objeto de nuestra contemplación. La obra no gira alrededor de un gran momento gramático, son acciones detrás de cada capítulo, alcanzando un nivel de verosimilitud que obliga a aceptar a los personajes, quienes no piden que se les admire por sus virtudes, sino que se les comprenda. El héroe es vencido en la epopeya. Lo único que queda de esta derrota es intentar comprenderlo, quizá esa es la verdadera razón de la novela. Lo cotidiano no es aburrimiento o futilidad, es una belleza para la que se debe estar capacitado para captar, pues está inmerso en las atmósferas que cada cual reconoce por sus conflictos interiores, circunstancias fútiles que marcan una inimitable singularidad que se disfruta por una repentina densidad de la vida. El libro intenta un diálogo interno, trata un aspecto de algo profundo que identifica a todos y no sólo refleja la imagen de acciones. Cuando escribe no piensa en el lector, quizá si lo hiciera no podríamos hablar de este libro en este momento. El libro gusta y se lee por la empatía que el narrador logra transmitir, gracias a la técnica depurada que, en un acto de sensatez, no queda más que admirar.